Corría el año de 1970. Me había separado de mi primer marido hacía pocos meses, tenía cuatro hijos muy pequeños y por la escasez de dinero me había retirado de la Universidad de Antioquia donde estudié durante dos años para lograr mi sueño de ser médico.
Mi padre había muerto y me dejó una pequeña herencia. Buscando la mejor manera de usarla, un primo a quien quise mucho me aconsejó comprar un almacén que me permitiera sostener mi hogar.
Cierto día fui a abonar a una tienda donde compraba la ropa de los niños por cuotas y le pregunté al dueño si sabía de algún negocio que estuvieran vendiendo. Él me respondió que sí y me llevó a conocerlo, cuando llegamos vi un flamante aviso que decía Almacén Onassis.
Allí vendían ropa sobre medida para hombre y sin pensarlo le pregunté el precio al dueño. -$85.000, me respondió. -Te lo compro, le dije yo. Inmediatamente fuimos al banco, le di el dinero y me quedé con el almacén llena de felicidad pues pensé que mis problemas económicos habían terminado. Pero ¡cuán equivocada estaba!
El almacén estaba situado en un pasaje muy solo, tanto que cuando lo compré los dueños de los otros locales se rieron creyendo que me habían tumbado. Sin embargo, recuerdo que el primer día vendí una correa por cuarenta y ocho pesos y me propuse hacer todo lo que pudiera para sacar mi negocio adelante.
En aquella época yo vivía en el barrio Prado con mi madre y con Susa, mi nana de niña quien ahora me ayudaba con mis hijos. Para el trabajo me iba y venía a pie y todo lo tenía que hacer sola porque no contaba con el apoyo de nadie. Tenía a mi cargo el arriendo del apartamento, el mercado, los servicios, los extras de mi casa y el colegio de tres hijos que pude pagar gracias a una beca que conseguí.
Por todo esto me era difícil conciliar el sueño en las noches. Yo hacía todo lo posible por vender más, pero no era suficiente. Había días en que no vendía ni un peso y era una época difícil durante el gobierno de Lleras Restrepo en la que las personas no salían a la calle por miedo a las manifestaciones y los múltiples toques de queda tenían consecuencias funestas para el comercio.
Ante esta situación me sentía tan desesperada que decidí dejar a una hermana a cargo del almacén y a mi mamá con mis hijos para ir a Nueva York, aprovechando que un hermano vivía allí e intentar resolver mis necesidades económicas. Conseguí prestados doscientos dólares y saqué a crédito el pasaje.
Mi hermano me recibió muy amable y me enseñó a decir: “excuse me, i am looking for job”.
Así conseguí trabajo en un hospital. Para llegar tenía que coger dos trenes y un bus; luego abría el lugar, hacía tinto, arreglaba 26 oficinas, aspiraba, lavaba ceniceros y botaba la basura. Trabajaba tan duro que me dieron hasta calambres en la nuca y eso me ayudó a conseguir trabajo para hacer aseo en casas.
Con los días entendí que mi vida en Colombia era maravillosa aun con todas las dificultades y regresé al mes con dinero suficiente para pagar la deuda, regalos para mis hijos y algunas cositas para vender.
El primer año vendí con gran esfuerzo $24.000 que obviamente no me alcanzaban y a pesar de esto conseguí créditos para confeccionar ropa de hombre y un préstamo de $10.000 en el banco con el que me fui para Maicao, un pueblo en los límites con Venezuela que en aquel entonces tenía toda clase de productos que no se conseguían en Medellín.
Me fue muy bien, logré pagar el préstamo y me quedó muy buena utilidad. Aún así el dinero seguía siendo muy escaso y aunque el lugar donde tenía mi negocio era muy solo, yo veía almacenes muy exitosos que me motivaban a pensar cómo lograrlo yo también.
Trabajaba de ocho de la mañana a siete de la noche. Llegaba muy cansada a la casa pero tenía que ayudarle a mis hijos con las tareas y compartir con ellos porque no me habían visto en todo el día, además ya tenía novio y era difícil atender tantos frentes. Aún así me mantenía con ánimos y llena de ilusiones. Había comprado un jeep checo por cuotas que para mí era muchísimo dinero, pero me permitía salir todos los domingos a lugares diferentes.
A veces llegaba los sábados a las dos de la tarde y le decía a los niños: “nos vamos para la Pintada” o para algún otro lugar. Llegábamos a una hostería y solo pagaba la dormida porque nos colábamos en la piscina, para comer pedíamos coca cola o naranjada y en el cuarto comíamos aguacates con pan que previamente habíamos llevado… fueron tiempos de paseos muy felices.
Cierto día un familiar viajó a Europa y a su regreso me mostró varios negocios que encontró, me animé muchísimo y quedamos en que pondríamos el dinero en compañía y yo comercializaría. Trajimos vestidos de baño españoles, gafas imitación Raiban, patas para gafas, chaquetas de poliuretano, ropa interior Triunfo.
Las ventas fueron maravillosas y mi situación empezó a mejorar. Tanto así que un vecino del almacén me ofreció una cuadra de tierra en San Jerónimo y la compré con tres de mis hermanos. Hicimos una casita y la bautizamos “El otro domingo vos” para compartirla por turnos, también hicimos una piscina y me permitió ver la gran oportunidad que había en traer artículos para su fabricación y sostenimiento.
Le propuse el negocio de piscinas a un amigo que vivía en Miami, él ponía la plata y yo vendía. Mientras tanto el surtido del almacén era tan variado que todo el que pasaba tenía que mirar la vitrina; vendía baterías para carro, juegos de salón, toda clase de picaduras para pipa, ropa y los insumos de piscina con los que me equivoqué mucho pero que llegó a convertirse en uno de los mejores negocios del gremio en el país.
En ese momento me ofrecieron un lote en Envigado y lo compré con Jorge que era mi novio. Nos casamos, sacamos hipoteca en primer y segundo grado y cada uno vendió su carro para poder construir una casa. Recuerdo que nos quedamos un año entero sin salir pues queríamos arreglar un jardín y el dinero no nos alcanzaba pues la cuota de los préstamos era muy alta.
Al año de estar viviendo en nuestra nueva casa quedé embarazada y cuando se llegó el momento del parto dos empleadas de una vecina se ofrecieron a reemplazarme. Siete días después del nacimiento de mi hija tuve que volver a trabajar pues ellas no tenían ni idea ni interés en el negocio. Me tuvieron que secar el alimento y me fui llorando a moco tendido, aunque afortunadamente estaba Susa que la quería casi tanto como yo.
Al tiempo de eso un vecino del almacén, que era un músico muy importante, me mandó a hacer el uniforme de los grupos de música que representaba. Con el tiempo me propuso que pusiera una guitarra en la vitrina para que se la ayudara a vender, vendí una y muchas más y la gente me fue enseñando con sus preguntas qué era un tiple, una flauta, un encordado, cuáles eran las mejores marcas.
Un día el mismo vecino me propuso que pusiéramos un negocio de música y que empezáramos importando guitarras Di Giorgio de Brasil. Muy animada le dije a mi empleada del momento que teníamos que arreglar el almacén y sin ningún conocimiento le cambiamos el sitio a las escaleras para habilitar el segundo piso para el nuevo negocio, lo pintamos y quedamos satisfechas y a la espera de la mercancía de música.
Pero ¡oh sorpresa! el socio se quitó. Muy triste le conté al primo que me recomendó poner el almacén y me ofreció $50.000 para que yo hiciera sola la importación.
Averigüé quién era el contacto, hice el negocio y pedí las guitarras. Al tiempo le escribí a mano y en español a Hohner, a la Bella y a muchas marcas más para empezar a distribuirlas. Las cartas dieron su fruto y el negocio de la música empezó a crecer.
Santiago mi hijo, el cuarto de los mayores, terminó bachillerato y no quiso estudiar así que le propuse que me comprara al costo el negocio de la música. Él aceptó y se dedicó a conocerlo y crecerlo, tanto que empezó a vender al por mayor y en todo el país mientras yo me dediqué a las piscinas que en ese momento era muy exitoso.
Pasaron muchos años, quizá treinta y mi negocio de piscinas empezó a decrecer. La competencia se incrementó de tal manera que muchas veces su precio de venta era menor a los costos que yo tenía. Tal vez lavaban dólares o no sé, pero fui saliendo del mercado y tuve que terminar con mucho dolor aquello que me trajo tanto bienestar.
Sin embargo, mi hijo Santiago me propuso una fusión y de ahí para adelante todo fue sobre ruedas. Pero estoy exagerando… ¿hemos tenido problemas, inconvenientes, competencia, dificultades? Claro que sí, pero sabemos que cada día trae su afán.